RAMIRO
Entusiasmada
como estaba, dándole gracias a este espléndido cuerpo mío por haber atraído la
mirada de un millonario, que me brindaría la oportunidad, durante el resto de
mi vida, de hacer lo que más me gusta (nada), tardé un tiempo en darme cuenta
de que no me había casado con un hombre, sino con un sombrero que llevaba un
hombre debajo.
Paco
adoraba aquel sombrero. Lo cuidaba como oro en paño. Estaba tan nuevo que
siempre parecía que lo había comprado el día anterior. Solo se lo quitaba para
ducharse y para dormir, y lo hacía con pesar, como si pudiera oír el llanto de
aquel trozo de fieltro. Lo llamaba Ramiro.
El día que me lo dijo lo tomé a broma y solté una carcajada. Ofendido, tardó un
mes en dirigirme la palabra. Estoy segura de que si le hubiera dado a escoger
entre el jodido sombrero y nuestro matrimonio, me hubiera dicho: «Ramiro y yo te echaremos de menos,
querida».
La
liturgia diaria frente al espejo era digna de verse. El corte semanal le daba a
su cabello la uniformidad de una moqueta, algo indispensable para que la cabeza
penetrara en el sombrero hasta un punto determinado, en un acoplamiento suave y
pendular cuasipornográfico, tras el
que se observaba de frente y de perfil, con una estúpida sonrisa de
aquiescencia, mientras sobaba con sus dedos enguantados en hilo las alas de su
tesoro, antes de despedirse con un: Ramiro
y yo nos vamos a la oficina, Ramiro y yo nos vamos al fútbol, Ramiro y yo nos vamos
al club. Y allá que se iba
Paco, tieso, con el culo apretado y el paso cauteloso de un funambulista, como
si en vez de sombrero llevara sobre la cabeza la Santísima Trinidad.
Un
día le pregunté: «Paco, mi amor, el día que te mueras, que Dios quiera sea
dentro de muchos años y que yo no lo vea, pero Paco, mi amor, cuando te mueras,
¿querrás que te entierren con Ramiro?».
Lo recuerdo mirándome con aquellos ojos de besugo mientras me decía: «A ver,
Irene, ¿la Tierra es redonda?».
Mi
subconsciente debió de hartarse de Paco antes que yo, porque sin proponérmelo,
un día me encontré comprando un sombrero idéntico al de él, pero media talla
menor, detalle que camuflé pegando la talla del suyo en el nuevo. Cuando se lo
puso aquella mañana frente al espejo, rumió un rato hasta que dijo: «¿No notas
distinto a Ramiro?» Viéndome perdida,
respondí: «En eso se basan las relaciones duraderas, Paco, en descubrir cosas
nuevas del otro».
En
tres meses, tres sombreros, cada uno media talla menor que el anterior, pero en
todos ellos pegada la talla del suyo.
Empezó
una peregrinación por médicos, psicólogos y curanderos; y aunque todos le
aseguraban lo contrario, él se empeñaba en que le estaba creciendo la cabeza.
La
mañana que estrenó el cuarto sombrero regresó antes de doblar la esquina,
pálido como el mármol y con él en la mano. Tartamudeando, dijo que un golpe de
aire se lo había arrancado de la cabeza —¡cosa inaudita!—, y que esa era la
prueba definitiva.
Se
encerró en casa y dirigía sus negocios por teléfono. Se negaba a salir porque
no quería que la gente lo señalase por la calle como a un monstruo cabezudo.
Con el cuadro de ansiedad llegaron las cefaleas y comenzó a atiborrarse de
analgésicos y antiinflamatorios por el día, y luego no dormía por las noches,
midiendo la casa a pasos largos y apretándose la cabeza con un cinturón, como
si intentara comprimirla. Las verificaciones continuas del perímetro del cráneo
con el metro costurero hubieran convencido al más hipocondríaco, pero no a
Paco, porque su cabeza no entraba en Ramiro,
y Ramiro no mentía, él no. Pobre
angelote. La verdad es que, de tanto como se lo oía decir, hasta yo le empezaba
a ver cabezón.
Un
día me desperté en plena madrugada y lo encontré en el cuarto de baño, frente
al espejo. El alma cándida se había afeitado la cabeza como un monje tibetano y
trataba de enroscarse el sombrero en ella como si fuera una tuerca, llorando a
moco tendido y diciendo: «¡Por el amor de Dios, Ramiro, pon algo de tu parte, coño!».
Una
semana después lo encontré muerto en la cocina. Desesperado, había pedido por
Teletienda un garrafón del brebaje de esos jíbaros reductores de cabezas y se
lo había bebido de una sentada.
Que
Dios me perdone, pero no cumplí su deseo. Y es que nadie puede culpar a una
apenada viuda de querer conservar un recuerdo de su marido. Por eso, el día que
lo enterraron, Ramiro se quedó en el
perchero.
Ya
hace un año de esto. La vida sigue y me he vuelto a casar. Ernesto es un
encantador vicepresidente de no sé qué empresa petrolífera. Y aunque al
principio era reacio, acabé por convencerlo de lo guapo..., de lo guapísimo que
está de sombrero.